Hay quienes, para llegar a su destino, se pierden en los rodeos. Hay, también, quienes eligen el camino fácil, aunque les desvíe de su trayectoria. Los funambulistas, simplemente, tienden una cuerda en línea recta y caminan sobre ella, así de sencillo y de directo.
En 1986, Phillippe Petit decidió que su objetivo en la vida era caminar entre las Torres Gemelas mientras leía el periódico en la consulta del dentista. La diferencia entre el resto de pacientes y él es que, mientras que sus ideas de grandeza suelen quedarse en la sala de espera, Petit se las llevó para casa.
James Marsh nos presenta un Petit convertido en héroe desde el principio. Y no solo por sus acciones, o por el encumbramiento al que le conducen sus amigos, sino por la convicción del propio protagonista de que es algo fuera de la norma. Sim embargo, es difícil determinar hasta qué punto el retrato que Man on wire hace de Phillippe acaba beneficiando al funambulista. A poco que el espectador rasque sobre la historia, descubrirá a un ególatra algo manipulador y con sed de popularidad que sigue a rajatabla esa vieja teoría de que el fin justifica los medios. Si bien las intervenciones de sus compañeros, que solo tienen buenas palabras para él, consiguen la identificación del espectador con el artista, las de Petit amenazan con tirar por tierra sus logros una vez tras otra.
Para llevar a cabo su hazaña, el enfant terrible del funambulismo deberá rodearse de un grupo de colaboradores que le ayuden en el proceso. Quien no sirve es descartado, quien duda es invitado a abandonar, quien no se compromete con Petit por encima de cualquier otra cosa no es digno de su confianza. No son sus amigos, son sus instrumentos para llegar a la fama. Y aún así, son muy pocos los que le cuestionan, todos creen ciegamente en él y se entregan sin condiciones. Petit, un gran contador de historias, ejerce una enorme atracción sobre los que le rodean. No es un juego, están cometiendo un delito y lo saben, y sin embargo no les importa porque sienten ya el sueño de Phillippe como algo propio. Los que no le siguen son perfilados como desertores del arte. Y es que, hay que reconocerlo, el hombre se sabe vender y hasta el espectador le compra, solo hay que ver el sentido del espectáculo y la expresividad de todo su cuerpo y de sus palabras cuando aporta sus testimonios.
En este desfile de ayudantes de Phillippe, resalta la figura de una novia cuya misión consiste en abandonar todo para seguir al artista en sus viajes y apoyarle en lo que necesite. Ella lo sabe y entiende que es algo normal y que debe hacerlo y, a pesar de que en ocasiones él la ve como una carga de la que se quiere librar, ella permanece siempre dispuesta a socorrerle. Y de esto apenas hace 30 años.
Man on wire es un documental puramente expositivo. La voz en off es substituida por los testimonios de los propios protagonistas, que dirigen la lectura de las imágenes bajo una falsa objetividad: el enfoque proviene casi siempre del punto de vista de los colaboradores del funambulista o del propio Petit. Tan solo nos llegan desde fuera de este hermético círculo las palabras de uno de los policías encargados de la detención del artista, casualmente deslumbrado por su arte y empeñado en absolverlo de cualquier culpa con la que se le pretenda cargar. El film se estructura mediante un montaje de tiempos alterados. El espectador conoce la línea argumental a través de un flash-forward, que le transporta a los momentos previos al paseo por las nubes para devolverlo después a los orígenes de la historia de Petit. A partir de aquí, asistirá (gracias a la polivisión que permite la pantalla partida) a la metáfora que relaciona la edificación de las Torres Gemelas con el crecimiento y la formación del funambulista como tal. Al lado izquierdo, los edificios que avanzan hacia el cielo; al lado derecho, un Petit que empieza a desarrollar esa manía tan suya de andarse por las ramas. “Érase una vez… así es como comienzan los cuentos y mi vida parece extraída de uno”, dice el protagonista, “y el momento en que vi la imagen de las Torres Gemelas era el comienzo de ese cuento”. Como un cuento, algo fantástico y extraño, así se le presenta la historia al espectador.
Es curioso comprender el impacto que las imágenes de la construcción de estas Torres ejercen sobre un espectador tan acostumbrado a la recreación de su derrumbe. Hasta ahora las habíamos visto caer mil veces, pero nunca levantarse. Es el proceso inverso a su destrucción, la zona cero en positivo. Como también es sorprendente escuchar a uno de los compañeros de Petit afirmar rotundamente que esas Torres estaban ahí para Phillippe. Por lo tanto, una vez que el funambulista las ha conquistado, no tenía ya sentido su presencia. Cabe destacar que, sin embargo, en los 90 minutos de metraje de Man on wire, en ningún momento se hace mención a los hechos del 11 de Setiembre, quizá por esa dificultad americana para enfrentarse a los fantasmas del pasado o por la convicción de que lo que no se recuerda no ha ocurrido.
El film recorre un proceso de crescendo continuo que culmina con la consecución del objetivo del protagonista y se asemeja bastante a la forma del thriller. La música de Michael Nyman muestra una gran variedad de registros y por eso se adapta perfectamente a todas las escenas, reforzando el contenido y la intención. Los puntos de tensión están distribuidos uniformemente a lo largo de la narración y toman más intensidad a medida que la acción avanza, aunque se intercalan con escenas humorísticas como en la que Phillippe nos cuenta que “Es maravilloso llevar muletas, el universo es tuyo”. De la misma manera que se recogen los triunfos de Petit, también se muestran sus fracasos, y es en estos momentos cuando la cámara emplea los planos más cortos para enfatizar el dramatismo. Durante los paseos del funambulista por la cuerda en los diferentes escenarios, sin embargo, se utilizan planos abiertos que enmarquen al protagonista en el espacio y transmitan sus sensaciones hasta poner al espectador sobre el cable y sin red.
Gran parte del film se ocupa, entonces, en la preparación de la acción en las Torres Gemelas. Esta se concibe como un gran golpe, como el crimen perfecto. De hecho, durante los días previos, Petit dedica su tiempo libre al visionado de películas que traten esta temática. Es emocionante ver cómo se integran en el ambiente de las Torres, cómo estudian cada posibilidad, cómo trazan planes y los desechan hasta alcanzar el sistema perfecto, las discusiones y los debates que surgen entre ellos, la figura del protagonista que se va quedando poco a poco a solas con su sueño. Y, a pesar de todo este trabajo de planificación, el factor que determinará su éxito será la suerte.
Si Petit es cuidadoso en sus movimientos, el director también lo es en la creación del documental, que se detiene en el detalle y en la anécdota para aproximarse todavía más al espectador. Las fotografías tomadas por miembros del equipo del funambulista o los manuscritos son especialmente interesantes y aportan realismo. El predominio del blanco y negro, que puede resultar difícil, y más teniendo en cuenta que hablamos de un documental, no es en absoluto un obstáculo, sino que contribuye a la ambientación de la acción. Las recreaciones de algunas escenas funcionan muy bien y quedan bien insertadas en el conjunto. Los mapas que se utilizan para guiar al espectador y evitar que se pierda en los continuos viajes de Petit, por el contrario, tienen una estética que hace que parezcan algo añadido a última hora sin tomar en cuenta el resto del film.
Man on wire tiene la capacidad de hacer dudar a un espectador que ya conoce el desenlace. Aunque sabe cuál es la historia y es consciente, por lo tanto, de que Petit alcanzará el éxito y logrará tender la cuerda y cruzarla nada más y nada menos que ocho veces, contiene la respiración hasta el último momento. Destaca especialmente el momento en el que el sistema de transmisión del cable falla y Jean-Louis, el principal seguidor de Petit, realiza un esfuerzo titánico para conseguir tensarlo y prepararlo para garantizar la seguridad del funambilista. El final es la catarsis del público que se ha mantenido expectante durante todo el proceso y que se siente aliviado ante el hecho de que Petit haya cumplido el sueño del que aún vive (recordemos que el espectador también camina sobre la cuerda y ha hecho suyo este sueño, como sus colaboradores y todos los que rodean a Phillippe).
Hasta aquí la cosa ha ido bien, pero para alcanzar del todo el happy ending nos sobran algunos detalles como el nulo reconocimiento de Petit a la imprescindible labor de sus colaboradores y el repentino olvido de la amistad que supuestamente les profesaba, provocado por la nueva fama. De la sufrida novia es mejor olvidarse mientras vemos las escenas de sexo con una de sus admiradoras, a la que desgraciadamente no pudo evitar. Y es mucho mejor no hablar de las lágrimas de Jean-Luis cuando recuerda a qué les condujo el fin de aquel proyecto que les había unido. En este punto acaba el film, con un plano final nos conduce directamente a la actualidad de un salto, en el que vemos a Petit caminado por la cuerda como antes. El director no quiere ir más allá, quizá para no amargarnos el dulce, y al encenderse las luces de la sala, solo nos queda del film el espectáculo y la poesía. Nos lo presentaban como un cuento y, efectivamente, el documental tiene varias moralejas. Man on wire reflexiona sobre la necesidad de perseguir los sueños y la posibilidad real de alcanzarlos, pero también sobre sus consecuencias, porque aquí resulta ser Petit el único que acaba comiendo perdices.
Cuando le preguntaron por qué lo había hecho, por qué había arriesgado tanto y puesto tanto empeño por caminar entre las Torres Gemelas, después de todo, el funambulista solo supo contestar “No hay un porqué”.