Los abrazos rotos es la historia del entramado amoroso en el que confluyen un director de cine que acabará quedándose ciego, su ayudante y ex-amante, una secretaria metida a actriz y el antiguo jefe de ella con el que ahora convive. En medio de ellos, Diego (Tamar Novas) que actuará como revulsivo para el desarrollo de la historia. El argumento se desata cuando Lena (Penélope Cruz), que mantenía una relación por conveniencia con Ernesto (José Luís Gómnez), se presenta a un cásting para la película que Mateo (Lluís Homar) y su ayudante (Blanca Portillo) preparan. Ante la imposibilidad de Ernesto de evitar que Lena aparezca en el film, acaba financiando el rodaje para seguir teniéndola atada a él e impedir así que este proyecto les separe. Pero el director y la actriz se han enamorado, entre ellos y también de su propia película. Aquí está el conflicto: si Lena deja a Ernesto, abandona también la película y con ello a Mateo. Los dos acabarán escapando del huracán que les envuelve rumbo a Lanzarote, pero un accidente de tráfico pondrá fin a la vida de Lena y a los sueños de director de Mateo. Si completamos esto con hijos secretos, antiguos rencores, obsesiones y pelucas, resulta de todo ello Los abrazos rotos.
Según el mismo Almodóvar declara, la película surgió a partir de un terrible dolor de cabeza que lo obligó a encerrarse en su habitación a oscuras. Allí, aburrido, recordó la imagen de una pareja abrazada que había visto en las playas de Lanzarote y el amago de guión empezó a crecer. Desde entonces, el director habrá recibido, sin duda, un buen cargamento de aspirinas enviadas con amor a partes iguales por un sector de los críticos y por un público que quizá no ha sabido entender.
Los abrazos rotos es una cinta desigual, desconcertante a veces. La situación induce a pensar lo peor cuando, a escasos minutos del comienzo, a Kira Miró ya le ha dado tiempo de leer el periódico, desnudarse, acostarse con el protagonista y salir por la puerta como si no hubiera pasado nada. De hecho, realmente no habría pasado nada si el director hubiera tenido a bien ahorrarnos esta escena vacía de contenido que parece buscar el gancho fácil con el viejo truco de la rubita sexy. A partir de aquí, se inicia la trama. Un montaje de tiempos alterados, que se regirá, sobre todo en la primera mitad, por el uso continuo de flash-backs y flash-forwards, permite que el espectador comience a vislumbrar el perfil de los personajes principales y el bagaje que les ha llevado al punto actual, al momento presente. La película es un homenaje al mundo del cine y, en muchas ocasiones, existen en su interior referencias explícitas a él. De hecho, el mismo film reproduce el proceso de creación de un proyecto audiovisual: durante la introducción de la película los personajes escriben guiones, el rodaje de Chicas y maletas y los conflictos derivados de él ocupan el nudo, y el desenlace concluye con el montaje de la obra de Mateo. También está, como ya lo estuvo en La mala educación, la película dentro de la película, el rodaje de Chicas y maletas dentro del rodaje de Los abrazos rotos.
Las pasiones desatadas entre los personajes, unidas a las profundas obsesiones de cada uno de ellos, les llevarán a una espiral destructiva que solo podrá resolverse mediante la catarsis de la palabra. Los personajes de Los abrazos rotos actúan, se mueven, pero sobre todo hablan. El argumento se sostiene en su mayor parte sobre los monólogos de los protagonistas y sus confesiones. No basta con que el espectador vea lo que ocurre, Almodóvar se lo explica también verbalmente a través de sus personajes. Esto puede llegar a resultar tedioso para un espectador que ya conoce el desenlace desde mucho antes de que tenga lugar y que, sabiendo ya la explicación, prefiere el hecho. El director emplea los planos cortos y desnudos para estos momentos, ocupados tan solo por la cara del personaje en el que recae todo el peso dramático. Quizá esto tienta todavía más la paciencia del espectador que, además de tener que escuchar algo que ya sabe, no dispone de ningún otro punto de fuga que el rostro de los actores que no siempre salen airosos de esa situación, del enfrentamiento cara a cara con la cámara. Ernesto y su Lena, Lena y su deseo de ser actriz, Mateo y el montaje de su película, Judit y Mateo… todo son obsesiones en unos personajes que solo encuentran la redención a través de la confesión y la explicación de su situación, la exposición de sus excusas a los demás. Personajes que, por cierto, disponen a su gusto de una doble personalidad que ya quisieran muchos (Lena y la actriz, Mateo y Harry Cane). Ante tal panorama, y con un presupuesto de doce millones de euros, todo parece indicar que a Almodóvar le habría salido más barato montar un manicomio que este film.
Sin embargo, Los abrazos rotos es una película de buenos y malos, el rol de cada uno de estos personajes se define desde el principio y apenas variará en las dos horas y diez minutos de las que dispone Almodóvar para ejecutar el giro. Tan solo Mateo parece viajar hacia la absurdidad tras la muerte de Lena, adoptando casi definitivamente el nombre de Harry Cane (con una pronunciación semejante al “hurricane” inglés), su pseudónimo cinematográfico. Lena lo intenta cuando deja a Ernesto, pero nunca consigue deshacerse de su propio pasado.
La relación del espectador con la película es la de un amante a tiempo parcial: hay momentos en que consigue entrar en ella, pero nunca llega a implicarse del todo. Cada vez que un momento de tensión parece estar llegando a su punto álgido, un revés cómico acaba matando la intención; pero cuando transcurre una situación que mueve a la risa aparece de nuevo la tragedia. El director expulsa continuamente al espectador de su película, lo deja siempre a las puertas de algo que no sabe muy bien qué es, castra sus emociones porque no le deja llegar a la profundidad del drama ni disfrutar de los destellos de comedia. Hay quien interpreta esto como una falta de capacidad para llevar las situaciones al límite, pero en realidad parece ser una clara intención de sorprender, de cambiar de manera repentina una sensación por su opuesta. El desarrollo de la trama argumental, por otra parte, resulta más complicado de lo que en realidad podría haber sido. Si solamente nos estamos limitando a la reinvención de tópicos (el de la jovencita que se vende al viejo rico, el del amor imposible que acaba en la fatalidad, el del individuo limitado por los dominios de su padre) entonces no es necesario envolver este núcleo argumental con tanto ruido que distrae y confunde al espectador. El film quiere escaparse del culebrón barato y de la comedia pastelosa y acaba por resultar surrealista y previsible. En resumen, lo que pretendía convertirse en una fiebre de sentimientos acaba por dejarnos a temperatura ambiente, ni frío ni calor.
Hay que decir, no obstante, que Los abrazos rotos también es una película con momentos brillantísimos. Para controlar los movimientos de su mujercita en el film, Ernesto Martel encarga a su hijo (Rubén Ochandiano) la realización del making off, pero el pobre adolescente melenudo y con graves problemas de acné (y esa doble personalidad, como Ray-X, de la que ninguno carece) no acaba de atinar con el control del audio, y Ernesto acaba teniendo que contratar a una lectora de labios que le permita saber qué se cuchichean a la oreja Lena y Mateo. Partiendo de este contexto, nace la escena de mayor dramatismo de la película. En una de sus habituales tardes de cine, Ernesto se ve sorprendido por Lena, que irrumpe en la sala y, ante el silencio de su dobladora, pronuncia ella misma el diálogo que el millonario de su novio está viendo en la pantalla del salón. Ernesto mira la pantalla y oye la voz de Lena a sus espaldas diciéndole que está harta, que le deja, que se larga. En ningún momento se vuelve para verla, ella cierra la puerta y se va, y la secuencia concluye. En un minuto de cinta el espectador ha comprendido que Lena intenta evolucionar hacia la sinceridad, ha confirmado que sabía de las aficiones cinéfilas de su noviete, ha visto la obsesión de Ernesto por Lena volverse locura y ha asistido también a uno de los momentos más cuidados y mejor rodados y montados de la película. Ahí es nada. Y volverá a tener la misma sensación cuando vea a la actriz y su Mateo visionando el Te querré siempre de Rosselini y pensando que ellos también quieren morir así. Y cuando presencie la última escena de sexo entre Lena y Ernesto, envueltos por las sábanas que les cubren como una mortaja, preludiando el final de ella. Y también cuando Harry Cane, invidente, camine por las playas de Lanzarote que un día compartió con Lena y ya no pueda ver a los amantes abrazados más que en su recuerdo. Porque Los abrazos rotos es, sobre todo, una película de momentos, de puntos de un alto nivel técnico y una gran belleza. Si falla el argumento, o los diálogos, o incluso los propios actores, aún la técnica es capaz de salvar el escollo del aburrimiento del espectador.
Pero el film de Almodóvar también tiene algo de trágico. Es trágico ver la escena de Kira Miró, pero más trágico es ver al amigo de dj Dieguito, Alejo Sauras, que parece haberse instalado permanentemente en los 20 años, pululando por el bar donde pincha su colega mientras surte de drogas al personal. Porque resulta que Diego es lazarillo de día y pinchadiscos con desviaciones yonkis de noche, una combinación cuanto menos peligrosa. La tragedia concluye con la visión del loco de Dani Martín en paños menores haciendo poses sexys sin un motivo, una explicación, un breve argumento que pueda convencer al espectador de que su presencia es remotamente digerible. Porque al final, lo que conseguimos en los personajes secundarios es una inasimilable mezcla del buen hacer de Ángela Molina con el encasillamiento irremediable de Sauras o la surrealista aparición de Martín.
Al salir de la sala, la mayor parte de los espectadores se habrán quedado con el añadido final de Chicas y maletas, lo llamativo de la ya conocida comedia de Almodóvar remakeando Mujeres al borde de un ataque de nervios frente al riesgo de la apuesta por cambiar. Otros se irán pensando que Los abrazos rotos es en sí misma un error y un estropicio del director encumbrado que puede sentarse en su silla a vivir y que ya solo hace cine para alimentar su propio ego. Los últimos, pocos pero valientes, padecerán el síndrome del espectador insatisfecho después de una noche de buen cine. Que siente que se queda a medias, que quiere saber por qué actúa así Ray-X, por qué al yonki del hijo del protagonista le trae sin cuidado quién sea su padre, por qué Judit no aprovecha una de sus eternas confesiones para decir que sigue enamorada del cieguito cachas y que lleva media vida haciendo el papelón… por qué una gran parte de las preguntas que suscita el guión no son resueltas en los minutos que se han comido escenas absurdas. Pero todos tendrán algo que decir, porque han visto una película española diferente a las que se suelen proyectar en los cines, y en la que no aparecen perros, ni adolescentes, ni detectives. Y eso, en los tiempos que corren, ya es un mérito.
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